I. El cuerpo
Oigo crujir la madera del lápiz sobre mi ombligo desnudo,
y tiemblo por miedo a mi querencia:
volver a mi cuerpo no magullado,
sin manchas amarillas.
Quisiera rodear mi cuerpo hasta la espalda
y ver que aún no hay ningún zurcido en los omóplatos.
Borrar la sombra del miedo bajo mis ojos,
eliminar las lágrimas acumuladas en los nudillos
-allí, donde anidan cuervos-,
dejar de guardar el lápiz de la risa en mis codos
como un tesoro, para un por si acaso,
por si volviera a abrirse la garganta y pintara labios de carne,
de nuevo.
Pero el silencio reside en la nuca.
Y volver se hace difícil.
Mi cuerpo ha llegado al punto de no retorno,
ha llegado a donde la querencia no puede habitar,
allá donde se ha olvidado el peso de un abrazo,
allá donde solo queda el borde de mi cuerpo,
negrísima línea que levanta, dos, tres, cuatro,
paredes de silencio:
allí,
en la nuca,
donde el hueco de la palabra,
el hueco del cuerpo.
II. Bichos y amapola
Yo inventé
el jugar a que los bichos están ciegos:
(que no son miedo)
el posar de sus patitas, lentas, como sombras
que manchan el campo, que oscurecen la amapola, una,
y el trigal es todo el claro del claroscuro
y la amapola baila para salir de la mancha.
(ella es frío)
Llama a los gorriones para aprender su calor,
Llama a las mariposas para aprender su nacimiento,
Llama a los saltamontes para aprender su salto.
Yo inventé
el jugar a que la mancha se marchaba con un soplido grande,
carrillos inflados de pepitas de uva,
que rellenan la mancha con su sabor ya hecho, dulce,
y la mancha entonces ya está madura
y cae al trigal
y aún me queda dentro otro soplido grande,
juego a que la mancha es el soplido y el marchar.
Yo inventé
el jugar a que yo reía siempre.
Yo inventé
el jugar a que yo no era una mancha.
III. La casa
El cesto de los juguetes roto, color púrpura:
esqueleto fosilizado, testigo, pegado
a la puerta que abres,
debajo,
siempre siempre siempre
ese suelo,
siempre baldosas picadas:
por la humillación
que gotea,
y juguetes
que en el cesto callan.